
Radegunda, Santa
Reina de Francia, 13 de agosto
Reina de Francia
Martirologio Romano: En Poitiers, de Aquitania, santa Radegunda, reina
de los francos. Cuando todavía vivía su esposo, el rey Clotario, recibió
el velo sagrado de religiosa, y en el monasterio de la Santa Cruz de
Poitiers, que ella había mandado construir, sirvió a Cristo bajo la
Regla de san Cesáreo de Arlés (587).
Etimología: Radegunda = consejo de guerra. Viene de la lengua alemana.
Es curioso: Santa Radegunda, que con tan justo título tienen los
franceses como una de sus santas más insignes, fue, sin embargo, por
nacimiento, la primera de las santas alemanas. Parece cierto que nació
en Erfurt. Pertenecía a la Casa de Turingia, hija del rey Berthairo,
muerto a manos de su propio hermano Hermenefrido. El mismo Hermenefrido,
para verse libre de su otro hermano, llamó a los reyes francos en su
ayuda. Y, en efecto, también Baderico, que así se llamaba, murió.
Radegunda, niña aún, pasó a vivir, con sus hermanos, en casa del verdugo
de su padre y de su tío. Pero los reyes francos se quejaron de no haber
recibido lo que se les había prometido, y estalló la guerra. Los
turingios fueron subyugados y Radegunda y sus hermanos llevados
cautivos.
Esto iba a cambiar por completo la vida de Radegunda. La niña era muy
bella, y, después de disputársela ásperamente a su hermano Thierry,
Clotario la envió a su "villa" de Athies. Allí recibió una sólida
formación moral y una cierta cultura. Hasta que, hacia el año 536,
Clotario, viudo después de la muerte de la reina Ingonda, decide
contraer matrimonio con su cautiva. Ella se resiste, y hoy nos parece
lógico. Tenía que resultarle duro convivir con el dominador de su propia
patria, mucho mayor en edad que ella, poco hecho a la idea de una
monogamia estricta. La joven princesa escapó, pero fue encontrada y
llevada con buena escolta a Soissons, donde se celebró el matrimonio.
Se ha pretendido que Radegunda consiguió guardar su virginidad después
de casada. Difícil, prácticamente imposible, resulta esto conociendo el
temperamento brutal de Clotario. Lo que sí es cierto es que la reina
continuó en palacio viviendo una intensa vida espiritual, rezando el
oficio, pasando noches enteras en la oración.
Un día la convivencia con el rey se hizo muy difícil: su patria, la
Turingia, se había sublevado. El hermano de Radegunda, que vivía en la
corte de Clotario, fue ejecutado en represalias. Clotario, que toda su
vida demostró estar profundamente enamorado de Radegunda, supo, sin
embargo, hacerse cargo y la dejó marcharse. Resultaba duro a la reina
vivir con quien había ordenado la muerte de su propio hermano.
Encontramos entonces a Radegunda en la hermosa región del valle del
Loira, que ya entonces iniciaba un papel extraordinario en la historia
de Francia, que habría de continuar desarrollando a lo largo de siglos.
La reina va al encuentro de San Medardo, en Noyon, y le pide que la
consagre a Dios. El anciano duda, los señores francos que están en la
iglesia se oponen, pero la reina consigue, con un apóstrofe de grandeza
soberana, impresionar al Santo, quien le impone las manos y la
constituye en religiosa.
Radegunda marcha entonces a Tours, donde venera la tumba de San Martín, y
se dirige a Saix. Saix era por aquel tiempo una villa real,
transformada hoy en un pequeño pueblecillo atendido por el vecino cura
de Roiffé. En los confines de la Turena y del Poitou, en, una naturaleza
llena de extraordinaria belleza, aquel rincón se prestaba
admirablemente para la vida que la reina aspiraba a llevar. Y así,
religiosa en su propia casa, se dedica Radegunda a las tareas propias de
su estado: lectura espiritual, oración, ejercicio de la caridad con los
enfermos.
Todo parecía marchar bien cuando llega la noticia de que Clotario quiere
reclamarla otra vez. Huye Radegunda a Poitiers y se refugia junto al
sepulcro de San Hilario. El Santo consigue un milagro moral: Clotario
construirá para ella un monasterio en Poitiers, con el título de Nuestra
Señora. Intenta, sin embargo, un nuevo asalto, pero San Germán, el
obispo venerado por todos, se interpone. Clotario ya no volverá a
insistir y terminará pacíficamente sus días el año 562.
Las religiosas, atraídas por la fama de santidad de Radegunda, afluyen
al monasterio de Nuestra Señora. Sólo la reina está a disgusto entre
aquellas muestras de veneración que recibe por parte de sus hijas
espirituales. Por eso un día consigue dejar el gobierno de la comunidad
en manos de Inés, su hija preferida. Ella se dedicará únicamente a
santificarse en los trabajos más humildes y costosos del monasterio, y a
trabajar discretamente al servicio de su reino.
Hacia el año 567 un poeta originario de Italia llega a Poitiers. Viene
rodeado de una aureola de gloria, después de una vida de trovador
errante y devoto. Iba a acabarse para él ese continuo peregrinar.
Radegunda e Inés iban a sujetarle con dulzura en Poitiers. Iniciado en
la vida espiritual, recibe la ordenación sacerdotal y queda como
consejero del monasterio. El mismo será quien, en una maravillosa Vida
de Santa Radegunda, nos contará con todo detalle cómo transcurría la
existencia de la antigua reina por aquellos días.
Hay, sin embargo, un episodio de la vida del monasterio que iba a tener
repercusión en la liturgia universal. Santa Radegunda era, como lo somos
todos, hija de su propio tiempo. Por eso compartía con su época la
pasión por las reliquias. La recomendación del rey Sigeberto, su hijo
político, y el apoyo de los príncipes de Turingia, sus primos,
refugiados en Constantinopla, le consiguieron del emperador Justino II
un fragmento considerable de la verdadera cruz. Era el año, 569.
Al acercarse la sagrada reliquia Poitiers vibra de entusiasmo. Y al
entrar en el monasterio la cruz se cantan por vez primera los dos
célebres himnos compuestos por Venancio Fortunato: Pange lingua gloriosi
y Vexilla Regis prodeunt.
Tres afanes iban a centrar la vida de Santa Radegunda. El primero,
consolidar su fundación. Ya con ocasión de la entrada de la verdadera
cruz el obispo había mostrado su desdén hacia el monasterio, marchándose
ostensiblemente de la ciudad, sin querer intervenir en la ceremonia.
Apuntaba, por consiguiente, un peligro al que Radegunda quiso poner
remedio oportunamente. No vaciló para ello en abandonar su convento, que
había tomado el nombre de Santa Cruz después de la llegada de la
reliquia, y hacer un viaje a Arlés, para estudiar sobre el terreno la
regla que cincuenta años antes había escrito San Cesáreo, para las
religiosas de San Juan, agrupadas en torno a su hermana mayor Cesárea.
La abadesa las recibió, pues iba acompañada de Inés, la superiora de
Santa Cruz, con encantadora caridad y les proporcionó todos los datos
que querían. A la vuelta a Poitiers Radegunda puso por obra su plan:
sustraer el monasterio a la autoridad del obispo diocesano, colocándole
bajo otro que fuese superior.
Y, en efecto, sometió las reglas del monasterio a la firma de siete
obispos, de los que cinco de ellos pertenecían a la provincia de Tours.
Basándose en el valor personal que entonces solían tener las leyes, y
teniendo en cuenta que cada uno de estos obispos tenía religiosas que
eran, en cierto modo, súbditas suyas en el monasterio, la regla aparecía
como obligatoria para cada una de ellas en virtud del mandato de su
propio obispo. Como, por otra parte, esa regla era la de San Cesáreo de
Arlés, e Inés había recibido la bendición de San Germán, obispo de
París, nadie podía alegar una jurisdicción exclusiva sobre el monasterio
y éste podía considerarse lo que hoy llamaríamos exento.
Quedaba un segundo afán: consolidar la vida interna del monasterio. Los
testimonios contemporáneos son elocuentes. Santa Cruz reunía entonces
dentro de sus muros doscientas monjas que llevaban una vida ejemplar y
santa: salmodia, trabajo de la lana, copia de manuscritos, lectura,
meditación, etc. Radegunda miraba aquel cuadro complacida. Según una de
sus religiosas solía decirles ya al final de su vida: "Yo os he
escogido, hijas mías, y vosotras sois mi luz, mi vida, mi reposo, toda
mi felicidad. Vosotras sois mi planta predilecta". Bien es verdad que
esto no se logró únicamente con leyes, sino muy principalmente con la
ejemplaridad de su vida. Venancio Fortunato nos ha apuntado, con el
realismo de aquella época de sencillez, la humildad con que la Santa se
dedicaba a las tareas más repugnantes del monasterio, las horas que
pasaba en la cocina, el rigor con que observaba la clausura,
Faltaba el cuidado de una tercera tarea. Esa estaba fuera del
monasterio, y pertenece más bien a la historia general de Francia.
Señalemos, sin embargo, que la reina viuda no se desentendió de la
suerte de su pueblo. Conservó siempre una influencia grande en las
familias entonces reinantes. "La paz entre los reyes, ésa es mi
victoria", declaraba ella con sencillez. Y, acaso sin darse cuenta de
toda la trascendencia que iba a tener su tarea, empujaba fuerte y
suavemente hacia la fusión a los diversos reinos francos.
Murió el 13 de agosto del 587. Poseemos una descripción de sus
funerales, que constituye una de las páginas más emocionantes de la
literatura de aquellos tiempos. La escribió San Gregorio de Tours, el
mismo que actuó en los funerales. El nos cuenta cómo, al salir del
monasterio el cuerpo para ser llevado a la sepultura, las religiosas se
apretujaban en las ventanas y en las saeteras de la muralla, rindiendo
su último homenaje a su madre con sus gritos, sus lamentaciones y sus
sollozos. Los mismos clérigos encargados del canto apenas conseguían
sobreponerse a su propia pena, y les era difícil cantar oprimidos por
las lágrimas. Fue un día inolvidable.
"Poitiers —escribía en 1932 el padre Monsabert— le ha permanecido fiel.
Ningún nombre es más popular que el suyo; se lleva a los niños a su
tumba, su recuerdo flota sobre el país; su obra, su comunidad, subsisten
aún: es la abadía pronto catorce veces centenaria de Santa Cruz."
Por: Lamberto de Echeverría | Fuente: www.mercaba.org
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