
Otoño
de 1613. El capitán Watson vuelve a pisar el muelle de Leith, en las
afueras de Edimburgo, después de 22 años de ausencia. Hasta entonces,
había viajado por toda Europa. Francia, Bélgica, Alemania, Austria,
Bohemia y Moravia. Es un hombre culto el capitán Watson, porque pudo
estudiar en todas las ciudades donde estuvo. Ahora, sin embargo, ha
decidido volver a casa y continuar su trabajo allí. Un trabajo que no
podrá hacer a la luz del día.
El clandestino del Evangelio
Porque
el "Capitán Watson" es en realidad Juan Ogilvie, un misionero jesuita
de incógnito, aterrizado en una tierra que le es tanto madre como
enemigo. Veinte años antes de su nacimiento en 1579, Escocia se
convirtió en protestante y la vida se volvió muy peligrosa para los
católicos. Celebrar o participar en una Misa puede llevar a la pérdida
de los bienes y al exilio, los reincidentes pagan con sus vidas.
Juan
lo sabía bien y, a pesar de que sus superiores lo habían enviado a
Rouen, en Francia, durante dos años escribió y rogó al Superior General,
el padre Claudio Acquaviva, que lo dejara volver para estar entre sus
compatriotas. Lo logra con la tenacidad y el 11 de noviembre de ese año
de 1613 el clandestino del Evangelio comenzó su nueva misión.
Amor y traición
La
vida cotidiana del Padre Juan es un continuo desafío al sistema.
Celebra la Misa antes del amanecer con algunas personas de confianza,
visita a los enfermos, a los presos, se encuentra con los nuevos
convertidos y también con los "herejes", con los protestantes que
pensaban volver al catolicismo. A veces pernocta en casa de algunos de
ellos y tiene la costumbre de recitar el breviario en la habitación que
lo alberga. "Alguien que me había espiado y me había oído susurrar en
voz baja, a la luz de las velas, decía que yo era un mago", recuerda en
sus memorias. Fue traicionado por un "hereje", Adam Boyd, un caballero
de Glasgow, ciudad a la que el jesuita fue en octubre de 1614. Boyd
finge que se quiere reconciliar con la Iglesia, en cambio indica al
Padre Juan al arzobispo anticatólico de la ciudad, que lo hace arrestar.
Fe de hierro
Lo
que sigue recuerda la noche de Jesús entre el Jueves y el Viernes
Santo. Una noche que para el Padre Juan dura cuatro meses. Juicios
entremezclados con torturas, constantemente encadenado y con las grebas
de hierro que lo desgarran, insultado y abofeteado hasta por el
arzobispo, el Padre Juan no cede ni un milímetro, por el contrario,
responde punto por punto a las acusaciones. También le llovieron los
insultos de las familias de algunos católicos, encarcelados por una
lista de nombres encontrados entre los papeles confiscados al jesuita.
Pero él no traiciona a nadie y por el contrario a menudo es cortante e
irónico con aquellos que quieren doblegarlo. Y cuando la amenaza de
muerte se hace concreta dice: "Salvaría, si pudiera, mi vida, pero nunca
perdiendo a Dios: al no poder conciliar las dos cosas, sacrificaría el
bien menor para ganar el mayor".
Hasta el último minuto
Como
la violencia no logra quebrarlo, intentan seducirlo. Le ofrecen ricas
prebendas y la mano de la hija del arzobispo. Todo le resbala al
jesuita, que rechaza la apostasía y así como negar la supremacía
espiritual del Papa sobre la del rey, que consideraba que gobernaba por
derecho divino. En este punto, Jaime I Stuart interviene en la disputa,
ordenando el ahorcamiento de Ogilvie si persiste en sus posiciones. La
sentencia fue formalizada en la mañana del 10 de marzo de 1615 y
ejecutada en la tarde. Incluso bajo la horca, relata la crónica oficial
del proceso, el Padre Juan, lucha contra los que lo difaman acusándolo
de lesa majestad. "En cuanto al rey -exclamó-, con gusto daría mi vida
por él; y sepan también que yo y otro amigo mío escocés hemos hecho
cosas tan importantes en beneficio del rey en el extranjero que ustedes
con todos sus ministros nunca lograrán hacer lo mismo. Así que muero,
sí, pero sólo por mi fe". Sus restos son enterrados junto con los de los
condenados y se pierden para siempre. En 1976 Pablo VI lo proclama
santo.
Fuente : Vatican News Es
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