Santo 14 de Enero : San Félix de Nola, Milagrosamente Auxiliado por una Araña y Patrono de las Mascotas, los Ojos, Contra la Mentira
San Félix de Nola († 260) – 14 de enero
San Felix de Nola, sacerdote
Nacido
en Nola en el siglo III hijo de un rico padre sirio, se hace sacerdote.
Sufre torturas durante las persecuciones del Imperio Romano, dando un
valeroso testimonio de fidelidad a Cristo. Liberado, rechaza la elección
como obispo. Vive pobre, ganándose de comer trabajando.
En
la más vasta y fértil llanura de la Campania occidental, no lejos de la
populosa Nápoles y de la señorial Caserta, se levanta la antiquísima
pequeña ciudad de Nola, patria de San Félix.
Su padre, Hermias,
militar, que se estableció en ella la primera mitad del siglo III,
procedía de Siria. Otro hijo del mismo nombre del padre le siguió en su
dedicación a las armas. Félix escogió mejor ser soldado del reino de
Cristo. Nos han llegado pocas noticias de su carrera eclesiástica cuando
joven.
Seguiría normalmente por los grados de las distintas
órdenes, desde lector hasta presbítero. Como presbítero fue el brazo
derecho de su obispo Máximo, al parecer ya anciano y demasiado débil
para poder actuar con eficacia en tiempos difíciles que requerían en el
clero temple de héroes, como el de nuestro esforzado Félix, que podía
entregarse en cuerpo y alma al apostolado, a cultivar la viña del Señor
ya que, sin apego a la riqueza.
Poseía amplio patrimonio que le
exoneraba del cuidado de las cosas terrenas y podía dedicar buena parte
de él a las necesidades de la comunidad cristiana. Así se ganó muy
pronto la simpatía y la devoción de todo el pueblo fiel, que lo siguió y
respetó como a padre.
El temple de héroe de nuestro Félix se
manifestó esplendorosamente en los años terribles de las persecuciones
desencadenadas por Decio (a. 245 – 50) y Valeriano (256). Félix, aunque
tenido con razón como mártir, no llegó a sufrir la pena capital ni el
proceso judicial reglamentario que nos hubiera podido proporcionar las
más preciadas noticias, como las que nos ofrecen las actas del proceso
seguido en la misma época a San Cipriano, el santo obispo de Cartago.
Tenemos
muchas, recogidas amorosamente y con toda diligencia, pero a distancia
de más de un siglo, por Paulino, el santo obispo poeta (394 – 410). Es
sabido que la fama de taumaturgo de Félix en el siglo IV atrajo a
Paulino, insigne patricio y senador aquitano, a retirarse, al dejar las
vanidades humanas, en la recoleta ciudad de Nola, habiendo ya antes sido
ordenado de presbítero en nuestra Barcelona.
Erudito escritor e
inspirado poeta se creyó obligado a dedicar cada año en la festividad de
San Félix un poema panegírico en verso a su santo protector. Como
habían pasado unos ciento cincuenta años desde la muerte del santo
presbítero nolano, Paulino indagaría piadosamente sobre todos los datos
históricos conservados por la tradición, embellecidos con la aureola de
la ferviente devoción popular y aun coloreados por el pincel de su estro
poético.
Paulino no puede señalar nunca con precisión los años
en que actuó Félix, pero casi con certeza puede deducirse de los poemas
que sería durante dos persecuciones, las de Decio y Valeriano.
Después
de unos años de relativa paz religiosa en el Imperio, Decio,
inteligente príncipe y sagaz político, desencadenó una de las
persecuciones más aciagas para la Iglesia. Para destruirla, creyó que lo
mejor era desorganizar sus resortes de mando; ordenó arrestar y
procesar principalmente a los jefes de las comunidades, a los obispos,
presbíteros y diáconos.
No pocos obispos huyeron de los centros
urbanos, los más peligrosos, buscando asilo en lugares solitarios aunque
sin perder el contacto y la dirección de su grey. Así San Cipriano, en
Cartago. En Nola el obispo Máximo, viéndose en peligro, se dirigió al
monte, escondiéndose en algunas de las anfractuosidades de los no
lejanos Apeninos, quizá en las laderas del Montevergine, cuya cumbre
llega a los 1.500 metros y dista pocas leguas de la ciudad nolana.
El
gobierno de la comunidad cristiana lo confió al intrépido Félix, que no
quiso salir de su urbe para proteger mejor la perseverancia en la fe de
sus encomendados. El astuto perseguidor había, en efecto, ordenado que
todos los ciudadanos sospechosos de cristianismo debían hacer acto de
sacrificio a los dioses del Imperio ante un magistrado civil que les
libraría un certificado de ello, un libelo como se le llamó después.
En
una ciudad tan pequeña como Nola no podía durar mucho tiempo la
seguridad personal de Félix, que no temía actuar como fuera para cumplir
su difícil misión pastoral, Con el alma en lo alto, según cuenta
Paulino, atento a Cristo y no al mundo, llevando a Dios en su corazón y
llenos sus pechos de Cristo, no disimula que es presbítero y jefe de la
comunidad y por esto es arrestado.
El se entrega contento en
manos de los crueles esbirros. Es llevado a la cárcel, en donde es atado
con cadenas de pies y manos y sin que pueda descansar su cuerpo por
tener por lecho un montón de tiestos triturados, pero descansa su ánimo
en Cristo, que le da fuerza y le multiplica en las penas las palmas del
triunfo. Decio procuraba hacer apóstatas, no mártires, y por esto se
prodigaban los tormentos agotadores hasta el desfallecimiento de la
voluntad. De ahí que Félix debió pasar largas horas, días y meses en
prisión.
Entre tanto el obispo Máximo, solo en el monte, no
padece menor martirio por el frío y el hambre, por la tristeza y el
dolor. Lo sabe Félix y arde en deseos de ir a socorrerle. Como a Pedro,
un ángel se le presenta una noche, se deshacen las cadenas y puede salir
acompañado del mensajero celestial pasando entre los guardias dormidos.
Y
a en pleno campo, se dirige veloz al bosque en busca de su
viejo venerable obispo, al que encuentra casi exánime y ya sin
conocimiento. Nada tiene él con qué reanimarle cuando ve entre el espeso
matorral un grueso racimo de uvas enviado del cielo. Con el
reconfortante jugo del sabroso fruto vuelve a la vida el desvalido
anciano, quien, al recobrar el sentido, abrazando a Félix, se le queja
de la tardanza en ir a socorrerlo y le pide no le abandone más si no
quiere que muera.
Se lo promete el fiel presbítero y,
cargándoselo en hombros, bajan al valle en busca de un refugio. Lo
encuentran en casa de una anciana, a la puerta de cuya casa llaman a
hora bien intempestiva. “Recibe, le dice Félix, este sagrado depósito
que te entregan mis manos, testigos sólo las estrellas.” Lo acepta ella
gozosa. Máximo bendice conmovido a Félix, que se va a la ciudad para
consolar a sus cristianos de Nola.
Allí, viendo que siguen
amenazadoras las circunstancias, se convence de la necesidad de
refugiarse también en casa de la piadosa anciana. Lo hace por algún
tiempo, hasta que se amengua la virulencia de la persecución y puede
volver a tomar la cura pastoral de la comunidad, que lo recibe como un
confesor de la fe digno ya de una veneración que continuará por los
siglos de los siglos durante su vida y después de muerto.
Con el
advenimiento de Valeriano en 253 cesa del todo la persecución. Pero duró
pocos años la benevolencia de éste emperador hacia la Iglesia. En 256 –
57 publica un edicto contra ella que emulaba el del impío Decio. Causa
motriz principal del cambio fue la codicia. Quiso apoderarse de las
riquezas de la Iglesia que sus consejeros exageraron intencionadamente. A
Félix le fue confiscado todo su patrimonio al mismo tiempo que se le
buscaba para procesarle.
Los esbirros enviados de fuera para
capturarle, como no lo conocían y no lo encontraron en su casa, toparon
con él y le preguntaron por Félix, el jefe de la comunidad cristiana.
Disimulando no saber de qué se trataba, lo dejan en paz. Pero pronto
alguien les dio tales señas del verdadero Félix, que se dieron cuenta de
que era el que poco antes había sido interrogado.
Vuélvense
furiosos a la ciudad exultando por la que ya creían segura presa, no sin
que Félix lo advirtiera cuando ya estaban muy cerca, pudiéndose meter
por la ancha grieta del paredón de un derruido edificio, grieta que por
milagro instantáneamente quedó tapada por un tupido velo de telarañas,
lo que despistó a los perseguidores.
Pasado el peligro, se alejó
Félix de la ciudad y huyó a otra región. Asilo seguro le ofreció una
cisterna seca. Una anciana que vivía por allí cerca le procuraba la
comida. La Providencia velaba por el siervo fiel. Así pasó escondido
algunos meses hasta que, desaparecido Valeriano, con el reinado de
Galieno, se abrió un largo período de paz para la Iglesia.
Félix puede volver a su ciudad, que lo recibe con inmenso júbilo.
Había
entre tanto muerto el obispo Máximo y la comunidad cristiana quería
forzar a Félix a ocupar la sede episcopal. La rehúsa él decididamente
alegando que este honor ha de concederse a otro presbítero, Quinto, que
había sido promovido antes que él al presbiterado. Es inútil toda
insistencia.
Quinto, como obispo regirá la grey; Félix será su
voz aleccionadora ante los fieles, su predicador con la palabra y el
ejemplo. Sobre todo con el ejemplo de desprecio de las riquezas y
vanidades del mundo. Le habían sido confiscados todos sus bienes durante
la persecución y podía reivindicarlos como hicieron otros. No todas las
cosas lícitas son provechosas, observa su biógrafo. Félix prefiere lo
útil a lo lícito y a los que le importunan para que reclame sus bienes,
replica:
“Dios no quiera que haya de volver a tener unos bienes que perdí por amor a Jesucristo”.
Como
presbítero, pues, y pobre, pudo Félix continuar su misión
evangelizadora entre la veneración cada día más profunda de los fieles
de Nola, veneración que se convirtió en ferviente devoción a su memoria,
a su sepulcro, cuando Dios le llamó al cielo.
Y esta devoción,
con las manifestaciones del culto, traspasó bien pronto los límites de
la ciudad y de la región y con la paz constantiniana, los de Italia,
llegando a ser el santuario de Nola a fines del siglo IV uno de los más
celebrados de todo el Occidente.
En la misma Roma le fue
consagrada una basílica, y el papa San Dámaso le dedicó un epigrama para
implorar su protección en momentos de graves apuros.
San
Paulino, el cantor de las glorías de Félix, hizo construir, contigua al
humilde santuario que protegía el sepulcro, una espléndida basílica
decorada con bellísimos mosaicos y aun otras tres rodearon pronto el
primitivo santuario, visible desde todas ellas, de tal manera que vino a
convertirse en un templete circundado de un bosque de columnas a la
manera del altar mayor de la catedral de Córdoba, perdido entre las
columnatas de la antigua mezquita.
Millares de peregrinos acudían
a Nola cada año por la festividad de San Félix, el 15 de enero, a pesar
del tiempo poco propicio para viajar, principalmente peregrinos venidos
de Roma, la ciudad santa. Los campesinos invocaban al santo presbítero
como especial protector de sus ganados.
Los sospechosos de falsos
testimonios eran llevados, aun desde lejanos países, ante el sepulcro,
en donde se manifestaba su inocencia o su perjurio. San Agustín quiso
remitir a Nola a un acusador de graves crímenes contra uno de sus
clérigos. Gregorio de Tours explica otras maravillas obradas junto a la
tumba venerada.
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