Jueves de la I semana del Tiempo ordinario
Lectionary: 308
Primera lectura
Heb 3, 7-14
Hermanos: Oigamos lo que dice el Espíritu Santo en un salmo: Ojalá escuchen ustedes la voz del Señor, hoy. No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión y el de la prueba en el desierto, cuando sus padres me pusieron a prueba y dudaron de mí, aunque habían visto mis obras durante cuarenta años. Por eso me indigné contra aquella generación y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado, que no ha conocido mis caminos”. Por eso juré en mi cólera que no entrarían en mi descanso.
Procuren, hermanos, que ninguno de ustedes tenga un corazón malo, que se aparte del Dios vivo por no creer en él. Más bien anímense mutuamente cada día, mientras dura este “hoy”, para que ninguno de ustedes, seducido por el pecado, endurezca su corazón; pues si nos ha sido dado el participar de Cristo, es a condición de que mantengamos hasta el fin nuestra firmeza inicial.
Salmo Responsorial
Salmo 94, 6-7c. 8-9. 10-11
R. (8) Señor , que no seamos sordos a tu voz.
Venga, y puestos de rodillas,
adoremos y bendigamos al Señor, que nos hizo,
pues él es nuestro Dios y nosotros, su pueblo;
él es nuestro pastor y nosotros, sus ovejas. R.
R. Señor , que no seamos sordos a tu voz.
Hagámosle caso al Señor, que nos dice:
"No endurezcan su corazón,
como el día de le rebelión en el desierto;
cuando sus padres dudaron de mí,
aunque habían visto mis obras. R.
R. Señor , que no seamos sordos a tu voz.
Durante cuarenta años senti hastío
de esta generación. Entonces dije:
‘Este es un pueblo de corazón extraviado
que no ha conocido mis caminos’.
Por eso juré, lleno de cólera,
que no entrarían en mi descanso”. R.
R. Señor , que no seamos sordos a tu voz.
Aclamación antes del Evangelio
Mt 4, 23
R. Aleluya, aleluya.
Jesús predicaba el Evangelio del Reino
y curaba toda clase de enfermedades en el pueblo.
R. Aleluya.
Evangelio
Mc 1, 40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.
Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.
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